Ahora que estás frente al espejo, esponjilla en la mano y paleta de sombras en la otra, recuerdas con gesto compungido, como tus cejas se fruncieron cuando alguien, varios años atrás, te dijo “cielo, todo en la vida es cine”. En aquel momento, no llegaste a comprender el significado de tan nimia frase. Sin embargo, casi diez años después, lo haces de la más cruel de las maneras.
Despacio, dejas que la sombra color teja se difumine a lo largo del párpado inferior. Y, en ese preciso momento, te das cuenta de que la purpurina que había en tus ojos ha ido desapareciendo con el paso de los años. Aunque, inexplicablemente, estos se ven cada día más jóvenes, más inocentes y sobre todo, más asustadizos.
Un leve ruido también conocido como “el gato acaba de tirar un objeto metálico de la repisa” provoca que todo tu cuerpo se tense y que se dibuje en tus facciones una mueca de dolor. Pese a saber que estás completamente sola en aquel pequeño piso al que llamas hogar, no puedes evitar sobresaltarte. No es que seas una burda treintañera paranoica. No, es algo mucho más oscuro que eso y que nadie excepto tú, puede comprender.
Otra ligera capa de maquillaje y estás casi lista. Apenas se aprecian los enormes moratones que hay bajo tus ojos y que alguien decidió un día denominar ojeras. Ahora, eres capaz de dormir más de tres horas seguidas, pese a que seas consciente de que por más que lo intentes, no puedes evitar estar al acecho.
Convencida de que has acabado con tu obra de arte porque, querida mía, tratar de parecer saludable cuando una pared tiene más color que tú, realmente es algo digno de ser galardonado, te miras al espejo satisfecha sintiéndote, quizás, un poco más hermosa que cuando te viste esta mañana. De manera inconsciente miras al carrito de bebé que hay al lado de la puerta del baño y no puedes contener la sonrisa que se forma en tu rostro. Sabes que al menos, tu pequeña Caperucita duerme a salvo.
Y es en aquel preciso instante en el que tu mente se libera, o se encierra en ella misma, todo depende del punto de vista, y viajas cerca de diez años atrás. Ahora, frente al espejo, ya no se muestra la Wendy adulta que ha cometido el pecado de traer al mundo la semilla de Peter Pan. No, ahora eres la Wendy feliz que caminaba por los pasillos de aquella maltrecha universidad como si fuera el camino de baldosas amarillas que, una vez alcanzado el final, te llevaría a la tan ansiada meta que en este caso no era el Castillo de Oz sino la clase donde te esperaba lo que tú creías un príncipe azul.
Un leve llanto deshace el mundo que veías frente al espejo para traerte de nuevo a la cruda realidad. Tú príncipe azul sucumbió al hechizo, solo que en lugar de convertirse en alguien aún más apuesto y más galán, lo hizo en un ser que guardaba cierto parecido con cualquiera de los monstruos de tus más horribles pesadillas infantiles.
Cuando ocurrió por primera vez, juraste ante un dios que no creías que aquella sería la primera y la última. Sin embargo, no tuviste mucha suerte mi querida Wendy. El director de tu melodrama debía de tener a tu personaje en muy poco aprecio porque tras esa primera vez, se sucedieron una segunda y una tercera. Y de manera sucesiva los encuentros fortuitos con el cinturón de aquel pantalón vaquero, se hicieron tan frecuentes que ya no sabías quién era realmente tu amante, si él o aquel príncipe convertido a ogro.
Tras nueve insufribles meses en los que cada noche rezabas que fuera la última, dejaste de estar sola mi querida Wendy. Tu pequeña Caperucita vio no la luz, sino la lluvia de lágrimas que era tu rostro cuando la sostuviste en los brazos por primera vez. Aquel pequeño ser que al principio se te antojó más parecido a una garrapata que a otra cosa, se aferró a su vida con tanta fuerza que tuviste que desafiar todas las leyes de la física para poder ganar aquella carrera en la que todo el mundo tenía ventaja sobre ti.
Armándote de valor, huiste de aquel hospital sin importarte tu estado, tu presencia o el que alguien te pudiera tomar por loca, y conseguiste cruzar de nuevo la frontera del espejo para llegar hasta el País de Nunca Jamás. Porque aquel lugar que construiste como si fuera el mayor de los refugios tenía un lema muy claro, y al que no le gustara, sabía muy bien dónde estaba la puerta.
Nunca Jamás dejaré que me ponga la mano encima.
Nunca Jamás habrá más noches de borrachera.
Nunca Jamás….
Nunca Jamás habrá más noches de borrachera.
Nunca Jamás….
Y así hasta que finalmente trazaste tantos mandamientos que te creíste lo suficientemente fuerte como para poder cumplirlos todos. Sin embargo, en el fondo de tu alma sabes que no lo eres. Eres plenamente consciente de que sus palabras son como imanes, que te atraen una y otra vez hasta él, sin que tú puedas si quiera plantearte el rechazarlo.
Para tu desgracia mi querida Wendy, ahora he de ser yo quien cuente tu historia, mientras camino por el sendero que una vez fue gualdo y lleno de brillo. La caperuza que algún día fue rosa, se ha ido transformando en gris con el paso de los años. Aún te recuerdo como si fuera ayer, pese a que nunca llegamos a conocernos del todo. Vagos recuerdos acuden a mi mente, si trato de evocar el que fue el último día de mi antigua vida, la cual te debo enteramente a ti.
Recordar el nombre del macabro escritor que trazó el guión de tu vida, sería también recordarlo a él. Sin embargo, en mi nueva vida, los Peter Pan cobardes no tienen cabida, por eso mi pequeña Wendy, me despido de ti en el mismo lugar en que tu historia comenzó. Gracias por enseñarme que si realmente lo deseas, los cuentos pueden tener un final feliz pese a que el tuyo se perdiese por el camino.
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